martes, 24 de marzo de 2009

Mi Caballero Mar

El mar de estas costas caribeñas es de un turquesa de ensueño y mi vida era correr por las arenas blancas y lanzarme a él, a pesar de ser voluble y enigmático. Con su color me enardecía las ansias de poseerlo sólo para mí. Fingía no importarme compartirlo con los delfines, los peces que contenía y uno que otro bañista que lo visitaba.
Vivía con mi madre en una casa de esas cercanas a la costa, donde la vida se sustenta con los frutos del mar. Mi madre preparaba ricos manjares con los productos de sus aguas azules. De todas partes venían a probar sus exquisitos platos. Hubiese querido complacerla y seguir esta tradición de las mujeres de la familia; pero mi vida tenía otro destino o quizás un propósito diferente.
Le pertenecía a ese mar que tantas veces me pretendió robar con sus enormes olas. Mi meta terminaba en la mirada perdida del horizonte azul, sin planes para el futuro, sólo correr, perseguir las olas y ver anochecer. Me embriagaba la gracia de sus repetidos vaivenes y sus alaridos profundos. Era hipnotizante el turquesado de sus tonos variados y el blanco espumoso de sus orillas.
En el lejano horizonte una embarcación se acercaba hasta atracar en el pequeño puerto de pescadores. Advertí mi adolescencia al calentarse mi pecho cuando aquel hombre me miró a los ojos mientras bajaba de su yate blanco. Era como el mar de fuerte y sus ojos azules sobrecogían mi despertar del alma. Seguí el movimiento de sus pies descalzos, sus piernas doradas, su firme trasero y su cabello gris.
La tarde que lo observé pintar mi playa con una maestría tal que capturaba en el lienzo todo lo que contenía mi corazón. Supe que estaba atrapada para siempre en una invisible red. Lo observé a la distancia y poco a poco me fui acercando hasta ver cada trazo del pincel realizado por sus manos largas y hermosas. No hubo palabras, sólo miradas y sonrisas que establecieron la confianza y el apego.
La estadía en estas costas de mi caballero mar duró suficiente tiempo como para pintar diez cuadros, despojarme de mi niñez y sacarme de mis sueños sirénidos. Con sus labios embriagaba mis tardes, abría orillas más allá del lejano horizonte que alcanzaban mis ojos. Comenzaron mis sueños a ampliarse y a embravecerse mi alma de mujer. Mi vida se expandía más allá de lo que había imaginado en uno de mis más descomunales sueños. Era más que hipnotizante verme reflejada en sus ojos azules mientras enredaba sus dedos añejos en mis cabellos. Cuando llegó su partida, había un nuevo miembro en su tripulación. Me perdí en el horizonte mientras mi madre me veía desde aquella amada playa que abandonaba tras el amor de aquel pintor de costas y de sueños.
Era feliz casi todo el tiempo pero los estilos volubles y enigmáticos de mi caballero mar me desconcertaron más cada día. Sus ojos azules como olas arrastraban cuerpos a su orilla y también el mío. Fingía no molestarme el compartir su cuerpo, su yate y su vida. Mi meta terminaba en la mirada perdida del horizonte azul, sin planes para el futuro, sólo correr, perseguir las olas y ver anochecer. De mi caballero mar me embriagaba la gracia de sus repetidos vaivenes y sus alaridos profundos.
Aquellos atardeceres apasionados con su enrojecido sol dormido en el horizonte se oscurecieron y se tornó gris como tardes de tormenta. Una mañana desperté con el recuerdo de mis sueños de sirena. Me envolvió la imagen de mi costa caribeña con su turquesa de ensueño y sus arenas blancas. Regresé con mi madre, sólo para pasar horas en su cocina, con los ojos en la costa, en espera del regreso del yate blanco con mi caballero mar transformado en el hombre aquel que conocí en nuestra playa caribeña.

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