martes, 24 de marzo de 2009

Azul

Llegué a un lugar azul y me encantó el brillo que se proyectaba en todo, había diferentes tonos, muy parecido al cielo. Cuando entré y pisé aquel recinto un recuerdo me invadió como viento, se internó en mí y me trasladó a otra época. Mi vida entera se proyectaba como película en las paredes azules, con la intención de enseñarme a ser mejor.
Me sentí en una dimensión que más que azul era algo primitivo y eterno. Algo fuera de este mundo y dentro de él también. Algo me pertenecía y nada era mío. Mi existencia anterior ya no era más. Me quedé inmóvil y perpleja en este sitio azulado, sólo para sentir sin esperar nada.
Algo sutil tocó mi piel alrededor de todo mi cuerpo. Quizás una energía sobrenatural, azul y fría. Cerré los ojos y todo se transformó en índigo, hasta yo, que cianótica flotaba horizontal en aquel salón. Pero no me veía. No se puede distinguir si todo es del mismo color. Hasta que la luz blanca transformó todo lo que era azul. La pureza eterna del lugar se hizo real y ahora con otro cuerpo, en otra piel me sentí feliz.

Entre el amor y la libertad

Nunca sabré los motivos que tuvo mi madre para lanzarme del nido antes de tiempo. Quizás fui su última nidada y debido a su edad no pudo reconocer mi inmadurez para tal hazaña. Quizás, me caí por error involuntario, mío o de ella. A pesar de mi visión bidimensional pude ver a mi madre alejarse del antiguo nido donde nací y perderse en el horizonte. “La sensación de abandono es más terrible que el abandono mismo”.
A pesar de lo débil que me sentía, me miré despacio y a detalle. Mi plumaje no se podía acomodar, además de que eran pocas mis plumas estaban desordenadas y sucias. Pero hasta mantenerme derecha era un proyecto complicado. No recuerdo nunca haber visto a mi madre en mi maltrecha condición. Ella era una perfecta paloma gris
Al verme aquí, al comienzo de la tarde y al borde de esta calle, estoy conciente de mi limitación para sobrevivir. Espero no me pase lo que al chango negro que vi desde mi nido. El pobre perdió el pico al lanzarse contra un cristal. Unos niños muy malos abusaban de él. El desdichado no pudo resistir esos malos tratos. “Cualquier cuerpo se debilita si no se puede comer”.
Me pasé toda esa tarde de abandono con la oración de la paloma solitaria en mi pico hasta que apareció ella. Supe de inmediato cuando me miró que padrecito Palomo Supremo había escuchado mis oraciones. Despacio se acercó a mí aquella muchacha; me tomó entre sus manos y me habló palabras tan dulces que me olieron a mamá. No entendí su frecuencia de voz pero por su rostro sabía que me quedaba aún mucha vida por delante.
Su nido era grande y cuadrado hecho con algo que llaman concreto. Algo duro para ser nido pero como estaba envuelta en un plumaje raro que llaman tela, la pasé bien. Pude calentarme y en pocas horas estaba casi seca. Me alimentó como si fuera mi mamá, nunca había probado aquella comida pero tenía tanta hambre que me supo a gloria. La miré mientras me alimentaba, fue muy tierna. Entonces me di cuenta que logré conmoverla hasta su fibra más íntima.
Estuve con ella el suficiente tiempo como para acostumbrarme a la comida y a sus cuidados. Me quedaba sola algunas horas al día, escondida en una caja que parecía ser uno de esos lugares donde se guardan cosas preciadas. Al menos me sentí así. Ese tiempo que estaba en solitario me ejercitaba y hacía ruidos muy míos. No sé bien por qué, pero algo dentro de mí me llevaba hacer esas cosas.
Cuando ella entraba en la habitación me tomaba entre sus manos y acariciaba tiernamente, pensé que nunca nos separaríamos, era mi única amiga y compañera. Cuando salíamos a pasear yo iba sobre su hombro o su cabeza. Me enseñó a comer usando sus manos. Cuando trataba de acomodar su largo pelo se molestaba conmigo, diciendo que tenía mi pico muy duro. Ella lo hacia con mis plumas pero no me dejaba hacer lo mismo. Sólo quería ayudarla como ella lo había hecho conmigo. Lo mejor fue cuando me enseño a volar, fue sensacional, lo que sentí al ver mi cuerpo en el aire y mis alas abiertas para sostenerme. Fue tan natural hacerlo cuando ella me lanzó desde lo alto. Todo lo que sé sobre palomas lo aprendí con ella. “Los humanos son maravillosos cuando enseñan lo que ellos no pueden hacer. Cuando sea grande quisiera ser el primer humano que vuele”.
Un día tomó una decisión difícil, sin consultarme. Pensó que si yo me quedaba con ella perdería mi identidad. Prefirió llevarme con otros seres como yo. Fue muy difícil para mí no estar más con ella. Al verme entre otros como yo, me sentí algo extraña, quizás era el llamado de la naturaleza. Los vuelos, los sonidos, la algarabía de la novedad, el viento fresco del día. La gente que estaba allí era buena como ella. Nos miraban, mientras ella trataba de dejarme y yo me resistía. Había cámaras fotográficas por todos lados, hicieron todo un espectáculo de mi tragedia, pero me gustaba aquello de ser importante. Por momentos me atacaba el pánico de no verla más. Cuando se ama como nos amamos ella y yo, hasta sentir nuestra naturaleza, se hace difícil. “Si regresas querida amiga, me subiré a tu hombro y no me bajaré hasta llegar a tu nido de concreto y a mi caja de objetos preciados”; Nunca sentí algo así en mi vida. Pero sé que la distancia de ella ha sido más dura que la caída del nido donde viví con mi madre, aquella bella paloma, que creo era gris.

Mi Caballero Mar

El mar de estas costas caribeñas es de un turquesa de ensueño y mi vida era correr por las arenas blancas y lanzarme a él, a pesar de ser voluble y enigmático. Con su color me enardecía las ansias de poseerlo sólo para mí. Fingía no importarme compartirlo con los delfines, los peces que contenía y uno que otro bañista que lo visitaba.
Vivía con mi madre en una casa de esas cercanas a la costa, donde la vida se sustenta con los frutos del mar. Mi madre preparaba ricos manjares con los productos de sus aguas azules. De todas partes venían a probar sus exquisitos platos. Hubiese querido complacerla y seguir esta tradición de las mujeres de la familia; pero mi vida tenía otro destino o quizás un propósito diferente.
Le pertenecía a ese mar que tantas veces me pretendió robar con sus enormes olas. Mi meta terminaba en la mirada perdida del horizonte azul, sin planes para el futuro, sólo correr, perseguir las olas y ver anochecer. Me embriagaba la gracia de sus repetidos vaivenes y sus alaridos profundos. Era hipnotizante el turquesado de sus tonos variados y el blanco espumoso de sus orillas.
En el lejano horizonte una embarcación se acercaba hasta atracar en el pequeño puerto de pescadores. Advertí mi adolescencia al calentarse mi pecho cuando aquel hombre me miró a los ojos mientras bajaba de su yate blanco. Era como el mar de fuerte y sus ojos azules sobrecogían mi despertar del alma. Seguí el movimiento de sus pies descalzos, sus piernas doradas, su firme trasero y su cabello gris.
La tarde que lo observé pintar mi playa con una maestría tal que capturaba en el lienzo todo lo que contenía mi corazón. Supe que estaba atrapada para siempre en una invisible red. Lo observé a la distancia y poco a poco me fui acercando hasta ver cada trazo del pincel realizado por sus manos largas y hermosas. No hubo palabras, sólo miradas y sonrisas que establecieron la confianza y el apego.
La estadía en estas costas de mi caballero mar duró suficiente tiempo como para pintar diez cuadros, despojarme de mi niñez y sacarme de mis sueños sirénidos. Con sus labios embriagaba mis tardes, abría orillas más allá del lejano horizonte que alcanzaban mis ojos. Comenzaron mis sueños a ampliarse y a embravecerse mi alma de mujer. Mi vida se expandía más allá de lo que había imaginado en uno de mis más descomunales sueños. Era más que hipnotizante verme reflejada en sus ojos azules mientras enredaba sus dedos añejos en mis cabellos. Cuando llegó su partida, había un nuevo miembro en su tripulación. Me perdí en el horizonte mientras mi madre me veía desde aquella amada playa que abandonaba tras el amor de aquel pintor de costas y de sueños.
Era feliz casi todo el tiempo pero los estilos volubles y enigmáticos de mi caballero mar me desconcertaron más cada día. Sus ojos azules como olas arrastraban cuerpos a su orilla y también el mío. Fingía no molestarme el compartir su cuerpo, su yate y su vida. Mi meta terminaba en la mirada perdida del horizonte azul, sin planes para el futuro, sólo correr, perseguir las olas y ver anochecer. De mi caballero mar me embriagaba la gracia de sus repetidos vaivenes y sus alaridos profundos.
Aquellos atardeceres apasionados con su enrojecido sol dormido en el horizonte se oscurecieron y se tornó gris como tardes de tormenta. Una mañana desperté con el recuerdo de mis sueños de sirena. Me envolvió la imagen de mi costa caribeña con su turquesa de ensueño y sus arenas blancas. Regresé con mi madre, sólo para pasar horas en su cocina, con los ojos en la costa, en espera del regreso del yate blanco con mi caballero mar transformado en el hombre aquel que conocí en nuestra playa caribeña.